Carlos Páez Vilaró murió ayer a los 90 años de edad. Personalidades
de la cultura uruguaya lo recuerdan como uno de los símbolos de la
identidad nacional. Será enterrado hoy en el Cementerio del Norte.
La exuberancia de la vida de Carlos Páez Vilaró desborda cualquier
intento de resumen. Más que pintor, escultor, músico, poeta, cineasta,
arquitecto o tamborilero fue un maestro en el arte de vivir. Daría la
impresión de que Páez Vilaró se dio todos los lujos. Recorrió el mundo y
conoció a algunas de las personas más relevantes e interesantes del
planeta y también volvió cada febrero a sus queridos Sur y Palermo.
Murió a los 90 años en esa casa-escultura que construyó a orillas del
mar, Casa Pueblo, en uno de los parajes más espléndidos de la geografía
uruguaya.
Su capacidad de producción era abrumadora. “Fue un tipo
que trabajó hasta el último momento de su vida. Estaba pintando, dejó
algunas pinturas inconclusas. También escribía. Él era un eterno
trabajador”, dijo ayer su hijo Carlos a
El Observador.
Su
obra pictórica es una celebración de la vida, un suerte de pop propio
que revienta de optimismo, en el que rindió homenaje a lo que sintió
como más auténtico de diversas culturas a lo largo y ancho del planeta.
Es
la cultura uruguaya, sin embargo, la que está en su esencia, y de la
que fue embajador en el mundo. Así lo entiende el director de la
selección uruguaya de fútbol, Oscar Washington Tabárez: “Nos ha dejado
sus cosas y sus ejemplos de vida: su arte, su voluntad que nunca
claudicó, su energía, su sencillez y humildad, sus rasgos de identidad
uruguaya y popular”, dijo Tabárez en un comunicado a los medios.
“Lo
evocaremos en cada cuadro suyo, en cada libro, en cada sol, en cada
tambor, en cada talismán, en cada pelota, en cada gol uruguayo”, agregó
el maestro.
El color y el calor del candombe poblaron sus obras
con esa cultura que le era propia, desde que a los 20 años descubrió ese
mundo y lo hizo suyo hasta el final. Diez días antes de morir desfiló
con su comparsa, Cuareim 1080.
Cachila Silva, el director de la
comparsa, trasmite su dolor: “La tristeza es enorme, realmente es
brutal, se fue un gigante de la cultura uruguaya, ya lo extrañamos”,
dijo en entrevista con
El Observador.
Silva recuerda el
último desfile del artista: “Él tenía 90 años y desfilar casi 15 cuadras
con un gran tambor no es sencillo para nadie, así que cuando iban unas
pocas cuadras le dije a Carlitos que dejara, que ya había recontra
cumplido y muy a su pesar, porque no quería aflojar, se fue con sus
hijos. Poco después una señora parada sobre su silla me preguntó por
dónde venía Páez Vilaró con su tambor: era lo que más quería ver”.
La
comparsa fue la ganadora del desfile, con sus tambores dibujados por
Páez Vilaró, por amor al arte, al candombe y a su raza de adopción. “Ya
está, no se puede hacer nada ahora, solo seguir queriéndolo”, resumió
Silva su dolor.
Carlos Páez Vilaró nació el 1º de noviembre de
1923 en Montevideo. Desde los 20 años se empezó a interesar por la
cultura negra de los barrios Sur y Palermo, una comunidad que pintó con
todos sus colores y que pasó a formar parte de su propio cotidiano.
Pronto
empezó a viajar por el mundo, con especial atención a la cultura
africana: Bahía, en Brasil, y también Colombia, Venezuela, Panamá,
República Dominicana y Haití, en América. También viajó al África
subsahariana y fue guionista de una película memorable, Batouk, elegida
para clausurar el festival de cine de Cannes en 1967, ceremonia a la que
asistió acompañado de la célebre actriz francesa Brigitte Bardot.
En
1958 comenzó a construir Casapueblo, que se edificó en un monumento
esencial del paisaje de la costa uruguaya. La princesa Laetitia
D´Arenberg, una de sus amigas más antiguas, recuerda, en charla con
El Observador:
“Cuando volvió de su viaje por África, comenzó la construcción de
Casapueblo y se pegó como un ancla a esa casa que era el sueño de su
vida. Siempre hablaba de ella con unos recuerdos maravillosos, de la
libertad, de la inmensidad del mar cuando miraba esas puestas de Sol”.
D´Arenberg
resumió de esta manera el carácter del artista: “Lo que más admiré de
él es que siempre logró sus metas. El quiso pintar y pintó, escribió,
hizo esa casa y se murió allí. Fue la mejor manera de irse en su propia
casa, en un sitio maravilloso, con el mundo a sus pies”.
Con
servicio de Martinelli, está siendo velado velado en Agadu (Canelones 1122) y el
Palacio Legislativo y sobre las 11 el cortejo partirá al Cementerio
Central.
Posdata
El epílogo de
Posdata, la autobiografía
de Carlos Páez Vilaró publicada en 2012, se titula “Apretones de manos” y
es un conjunto de fotografías impactante. El autor posa junto a Pablo
Picasso, Astor Piazzolla, Ernesto Che Guevara, Oscar Niemeyer, Brigitte
Bardot, Lech Walesa, Plácido Domingo, Pelé, Omar Sharif y Vinicius de
Moraes, entre otros.
La mayoría de ellos eran amigos del artista
uruguayo, que en su periplo por el mundo, seducía a todos por su maneras
sencillas y profundas a la vez.
“Caminar, tropezar y seguir andando,
quitándole importancia y sin mirar atrás, transformaron el obstáculo en
mi mayor estímulo. Hoy me queda la satisfacción de haber superado los
tropiezos y resbalones con una sonrisa y sin abandonar la marcha”, dice
Páez Vilaró en un capítulo titulado “Hacia el Sol”.
Está claro que
las satisfacciones, los logros, fueron mucho más numerosos que las
frustraciones. En todo caso hay unas cuantas cosas como para recordar
con orgullo, aún en los momentos más desesperados. “Cuando el destino me
involucró en la tragedia aérea de Los Andes en que un hijo mío era
pasajero del avión siniestrado, pude participar en las búsquedas. A los
seis días de ocurrido el accidente una mano invisible me empujó hasta la
región donde tres meses después se encontrarían los restos del avión”
y a su hijo Carlos con vida.
El libro, editado por Aguilar,
repasa en 382 páginas una vida larga e intensa, desde Pocitos, Cordón,
Punta del Este, Buenos Aires y el mundo entero. Cada capítulo promete
una aventura, como “Papelón con Orson Welles en París”, “Con Andy Warhol
en Cannes”, “La fotografía robada”, “Cruzando el río Ogowe” o “Mi
amistad con Brando, Papeete, Tahití”.
“Mi vecindad con Marlon hacía
que nos viéramos a menudo. Era un hombre tosco y reservado. Iba y venía
en una bicicleta anatómica y solo lo atraía dialogar sobre temas que le
interesaban y que él planteaba. Como sabía de mi pasión por los temas de
la negritud, varias veces me demostró su preocupación por la vida del
negro en América del Sur”, recuerda el autor, de su estadía en Papeete y
su amistad con el mítico actor estadounidense.
Todo el libro es una
aventura deleitable, de un buscador insaciable, un creador y también un
gran admirador de la creación ajena y de la cultura.
Su amor por
Casapueblo, esa gran locura frente al mar, por donde pasaron
personalidades del arte, la cultura y la política de tantos países, es
una obsesión a la que dedica varios capítulos y también el capítulo
final, titulado “Mi barco blanco” y que es una declaración: “Abro la
ventana que mira al mar, para que el primer impacto de viento que
refresque mi cara me devuelva a la realidad, me haga sentir que estoy
realmente en Casapueblo, en mi usina”.
Páez Vilaró murió menos de dos
años después de publicar esas memorias. Murió en Casapueblo, donde
estaba trabajando en nuevas pinturas y también escritos, lúcido y activo
hasta el final, como si hubiera sido premiado por el destino.
Fuente: www.elobservador.com.uy